Jaime había nacido en un hogar muy pobre. Sus padres eran campesinos y por más que trabajaban día y noche sin descanso, a veces no podían dar a sus hijos lo mínimo indispensable.
Desde pequeño, Jaime quería ser músico y tocar el violín. Soñaba con tocar en grandes orquestas y ser famoso. Este sueño parecía imposible de alcanzar, pero Jaime no se daba por vencido. Todos los días caminaba dos horas hasta el pueblo para ver a Don Mario, un anciano coleccionista de antigüedades que le prestaba su viejo violín para que aprendiese a tocarlo.
No había lluvia, frío o calor que detuviese al joven y sus ganas de practicar el violín. Todas las tardes –puntualmente- se presentaba en el negocio de Don Mario a recibir feliz las clases que éste le daba. Fue así que aprendió a tocar muy bien el instrumento. Don Mario, quien se había encariñado mucho con el joven, un día le dijo:
– Este violín es más tuyo que mío ahora, ya no me pertenece. Sólo en tus manos cobra vida, te lo regalo. Era tanta la emoción que Jaime sentía. que el violín temblaba en sus manos y no pudo decir nada. El anciano continúo: – He visto tu esfuerzo desde pequeño y tu gran sacrificio por lograr tu sueño. Esta es mi humilde ayuda para que puedas lograrlo.
Jaime agradeció a su amigo tan generoso regalo y corrió a su hogar a contarles a sus padres. Mientras corría pensó que, teniendo ya su propio violín, podía tocar en las calles del pueblo a cambio de algunas monedas. De esa forma podría ayudar a su familia.
Sus padres se alegraron mucho cuando Jaime les mostró su violín, que si bien viejo, era nuevo en su hogar ahora. Les contó acerca de su idea. – Hijo querido – dijo su padre un poco triste – ya quisiera yo que no tuvieras que hacer esto, pero es tanta la necesidad que hay en este hogar, que mucho agradezco tu ayuda. Te daré un sombrero mío, el único que he tenido en la vida, tal vez te traiga suerte y con él puedas juntar muchas monedas. Luego agrego: – Siempre te ayudaré hijo, de la manera que pueda, siempre estaré contigo, no lo olvides. Te amo con todo mi corazón y créeme, de un modo u otro, siempre estaré presente para ti. El muchacho iba todos los días al pueblo con su violín y el sombrero de su padre. Era un sombrero viejo, gastado y que tenía una pluma de color blanco en el costado izquierdo. Curiosamente, la pluma siempre estaba limpia y el tiempo no la había deteriorado, lucía sedosa y llamaba la atención de la gente. No era demasiado el dinero que Jaime juntaba tocando el violín, pero por poco que fuese, era muy bienvenido en su humilde hogar. Pasó el tiempo y su padre enfermó. Ya anciano, murió tomando las manos de su hijo y repitiendo las palabras que antes le dijera “de un modo u otro, siempre estaré contigo”. Siendo ahora el sostén del hogar, el muchacho redobló sus esfuerzos para mantener a su familia y decidió visitar pueblos vecinos y así juntar más dinero. Un día de tormenta, el viejo sombrero voló de las manos de Jaime y desapareció. Desesperado, el joven buscó por todo el pueblo, pero su búsqueda fue inútil. Desconsolado, se sentó a llorar en el camino. Así pasó la tarde, abrazado a su violín, hasta que un caminante que por allí pasaba se detuvo frente a él. – Pareces realmente muy triste muchacho ¿qué te ha ocurrido? Jaime le contó acerca del sombrero que su padre con tanto amor le había regalado y que lo había perdido para siempre, también le contó acerca de la pobreza de su familia y de cómo se ganaba la vida para ayudar en su hogar. El caminante era una persona extraña, parecía no tener una edad definida, su voz daba la impresión de provenir de otro lugar. Era alto, delgado y llevaba puesto un sombrero muy distinto al que había perdido el muchacho. Parado frente a él y con una gran sonrisa, se sacó el sombrero y se lo dio al joven. – Toma, es tuyo, úsalo del mismo modo que usabas el que te regaló tu padre – dijo el forastero. El joven no sabía qué decir, seguía abrazado a su violín miró al hombre y le contestó: – No puedo aceptarlo, Ud. no me conoce ¿por qué habría de ayudarme? – Hay preguntas que no tienen respuesta, algún día lo entenderás – dijo el caminante y dejándole el sombrero en las manos se alejó. Jaime tomó el sombrero y supo que era hora de dejar de llorar y trabajar por su familia. Como todos los días fue a la plaza del pueblo elegido. Tocó como siempre y no fueron demasiadas las personas que dejaron sus monedas. Al final del día el joven tomó el sobrero para contar el dinero y, para su sorpresa, era tres veces más de lo que él había podido calcular. Desconcertado, creyó que se trataba de un error. Cada día ocurría lo mismo, la gente dejaba sus monedas y éstas dentro del sombrero triplicaban su valor. Ni Jaime, ni su familia podían dar una explicación a lo que ocurría, pero así era. El joven buscó al misterioso caminante para preguntarle acerca del sobrero, pero fue inútil. En un año, fue tal la cantidad de dinero que Jaime había ganado que pudo comprarle una casita a su madre y por primera vez en sus vidas, nadie pasaba hambre, ni penurias económicas. El muchacho estaba contento, hacía lo que más amaba en el mundo y habría logrado darle a su familia un bienestar que jamás habían soñado. A menudo pensaba en su amado padre y en lo feliz que estaría si pudiese ver cómo vivían ahora. Cierto era que no había logrado ser famoso, ni dar conciertos, pero la gratificación que sentía haciendo felices a los suyos, superaba cualquier cosa que hubiese podido desear. De todas maneras, no dejaba de pensar en lo extraño del sombrero y cómo podía ocurrir lo que ocurría con las monedas que allí caían. Una noche, regresando a su hogar, se desató una tormenta similar a la que le había hecho volar el sombrero de su padre. Para que no ocurriese lo mismo, el joven se guareció bajo el techo de una vivienda. Se sentó en el umbral a esperar que la tormenta pasara, esta vez abrazando el violín y a su nuevo sombrero. Mientras esperaba, pensaba en su padre una vez más. Al levantar la vista y como traído por la lluvia y el vendaval, encontró al caminante. Sonreía de la misma manera que lo había hecho ese primer día. Sin dejar que el muchacho articulara palabra alguna, el caminante extendió la mano y entregándole la pluma blanca del sombrero de su padre, le dijo: – Esto también es tuyo, olvidé dártelo el día que nos conocimos. Como había llegado, se fue, sin dejar rastro alguno de su presencia, excepto la pluma blanca e intacta en las manos temblorosas del joven. Sentado bajo la lluvia, abrazado al sombrero y al violín y con la pluma aferrada en su mano, recordó las palabras de su padre y recién allí entendió todo: “Te amo con todo mi corazón y créeme, de un modo u otro, siempre estaré presente para ti”.
Fin